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El Pintor de Batallas - Arturo Perez-Reverte

El Pintor de Batallas - Arturo Perez-Reverte

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Nadó ciento cincuenta brazadas mar adentro y otras tantas de regreso, como cada manana, hasta que sintió bajo los pies los guijarros redondos de la orilla. Se secò utilizando la toalla que estaba colgada en el tronco de un arbol traido por el mar, se puso camisa y zapatillas, y ascendió por el estrecho sendero que remontaba la cala hasta la torre vigia. All! se hizo un café y empezó a trabajar, sumando azules y grises para definir la atmósfera adecuada. Durante la noche — cada vez dormia menos, y el sueno era una duermevela incierta— habia decidido que necesitaria tonos frios para delimitar la linea melancólica del horizonte, donde una claridad velada recortaba las siluetas de los guerreros que caminaban cerca del mar. Eso los envolveria en la luz que hataa pasado cuatro d^as reflejando en las ondulaciones del agua en la playa mediante ligeros toques de blanco de titanio, aplicado muy puro. Asi que mezcló, en un frasco, blanco, azul y una minima cantidad de siena natural hasta quebrarlo en un azul luminoso. Después hizo un par de pruebas sobre la bandeja de horno que usaba como paleta, ensució la mezcla con un poco de amarillo y trabajó sin detenerse durante el resto de la manana. Al cabo se puso el mango del pincel entre los dientes y retrocedió para comprobar el efecto. Cielo y mar coexistìan ahora armónicos en la pintura mural que cubria el interior de la torre; y aunque todavia quedaba mucho por hacer, el horizonte anunciaba una linea suave, ligeramente brumosa, que acentuaria la soledad de los hombres —trazos oscuros salpicados con destellos metalicos— dispersos y alejandose bajo la lluvia.

Enjuagó los pinceles con agua y j abón y los puso a secar. Desde abaj o, al pie del acantilado, llegaba el rumor de los motores y la musica del barco de turistas que cada dia, a la misma hora, recoma la costa. Sin necesidad de mirar el reloj, Andrés Faulques supo que era la una de la tarde. La voz de mujer sonaba como de costumbre, amplificada por la megafonia de a bordo; y aun pareció mas fuerte y clara cuando la embarcación estuvo ante la pequena caleta, pues entonces el sonido del altavoz llegó hasta la torre sin otro obstaculo que algunos pinos y arbustos que, pese a la erosión y los derrumbes, seguian aferrados a la ladera.

«Este lugar se llama cala del Arràez, y fue refugio de corsarios berberiscos. Sobre el acantilado pueden ver una antigua atalaya de vigüancia, construida a principios del siglo XVIII como defensa costera, con objeto de avisar a las poblaciones cercanas de las incursiones sarracenas... »

Era la misma voz de todos los dias: educada, con buena dicción. Faulques la imaginaba joven; sin duda una guia local, acompanante de los turistas en el recorrido de tres horas que la embarcación —una golondrina de veinte metros de eslora, pintada de blanco y azul, que amarraba en Puerto Umbria— hacia entre la isla de los Ahorcados y Cabo Malo. En los Ultimos dos meses, desde lo alto del

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